¨La adrenalina de la batalla es una adicción fuerte y letal, porque la guerra es una droga.” Esta frase de Chris Hedges (escritor, periodista y corresponsal de guerra) es el preámbulo con el que inicia The hurt locker ( su título insinúa más un lugar donde se guarda el sufrimiento, el dolor) y durante los 127 minutos de duración su directora, Kathryn Bigelow, se encargará de hacernos sentir la potencia de esa adrenalina letal.
La acción transcurre en Bagdag durante el 2004, la guerra conoce nuevos escenarios y ya no estamos en la húmeda y verde Vietnam (como en tantas otras películas) ahora el escenario es desértico y, ante todo, urbano. Lo que sí hay que aclarar es que aunque el escenario cambie el horror sigue siendo el mismo. Bigelow sigue a un comando especial que se encarga, sobre todo, de la desactivación de explosivos. El enemigo podría ser cualquiera porque en esencia estos soldados norteamericanos están en casa de él, desconocen el idioma y poco o nada interactúan con este pueblo que los observa con desconfianza y, muchas veces, odio. Bigelow lo muestra con esas tomas silenciosas en las que solo vemos miradas, personas que observan y sentimos, como lo sienten los soldados, que cualquiera de ellos puede causarles la muerte. El acercamiento con la población es agresivo y brusco, ellos contestan con insolencia, la muerte los rodea a todos. Hasta este lugar llega el sargento William James que ha dedicado su vida a la desactivación de explosivos y ya no concibe una vida lejos de esa rutina de enfrentarse a la muerte. James es talentoso, irreverente, decidido, arriesgado, vive al límite, tantea el peligro, gusta de desactivar objetos que podrían causarle la muerte y colecciona las partes que le recuerdan que esa vez pudo haber sido la última.
El espectador acompaña a este comando especial y se queda sin aliento, se siente el peligro de manera permanente, las tomas son precisas, cuidadosas. Se respira la testosterona y Bigelow la muestra en todo su esplendor dándonos escenas en las que vemos que solo prima la fuerza bruta, el poder, que entre sí deben probarse continuamente. Como los machos de las manadas que vemos en Discovery, el hombre no deja de ser un animal, primitivo en sus emociones, impulsivo y fiero.
Un gatito cojo ronda por las calles polvorientas, un niño intenta venderles películas a los militares, un hombre misterioso los graba, un carnicero hace una letal llamada telefónica, un profesor intenta hacerle comprender al soldado que él es un huésped en su casa; sucesión de imágenes que muestran los contrastes de esta guerra que continúa y que a fuerza de estar ahí se ha hecho invisible para nosotros cuando de ella no vemos más que un pequeño recuadro en los periódicos que avisa sobre alguna bomba que estalló en una calle de la ciudad.
No puedo dejar de pensar en otra película de la misma directora Point break (1991), que cuenta la historia de unas surfistas que roban bancos No puedo dejar de pensar en la fascinación de Bigelow por los personajes que gustan de vivir al límite, de esos para quienes la vida cotidiana no tiene sentido si no se puede percibir la muerte cercana y como, finalmente, solo así consiguen sentirse vivos. La vida rutinaria es peor que cualquier cosa y le temen más a eso, a escoger un cereal en un inmenso supermercado, por ejemplo, que a enfrentarse a una ola enorme, saltar al vacío, o desactivar una bomba letal en alguna calle polvorienta de Bagdad. Bigelow habla de esos seres que no conseguirán jamás hacer parte de una sociedad normal y que escogen el límite por encima de cualquier otra posibilidad.
The hurt locker (no logro adaptarme a ese título en español, tan lleno de lugares comunes) me pareció una mirada que no deja de ser femenina a la guerra. El espectador puede esperar quedar inmovilizado en su silla gracias al suspenso que sabe manejar con destreza esta directora pero también que espere contemplar la deshumanización de la guerra, ahí están los diálogos cortos, las reflexiones poco profundas y a veces contradictorias porque poco se puede pensar en esos ambientes, la cruda soledad que se siente en esa situaciones y la muerte que llega intempestiva, anónima y silenciosa. ¿A quién le importa?, ¿no son estos muchachos cajones de pertenencias que regresarán a su país si todo sale mal?, ¿Alguien los llora?, ¿tiene algún sentido que estén allí?
Me quedo con la imagen del sargento James en la ducha, vestido con su uniforme, mezclando al agua las lágrimas de impotencia, impregnando de sangre ajena esos chorros que lo recorren, derrotado por un instante, derrotado en soledad, ese hombre que lo ha visto todo y que no puede, no puede, esa es su droga, escapar de ese lugar.