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Autoayuda inglesa

Es, aunque no lo diga, una película de superación personal.  Y gracias a su factura, a sus sólidas actuaciones y a su guión afortunado (y al decir “afortunado” me refiero más a efectivo que a bien logrado), logra su cometido mejor que muchas películas que han sido etiquetadas de la misma manera.

Es una película de autoayuda que funciona. Y digo que funciona, no que es un gran largometraje, porque si bien es cierto que tiene tantas cualidades, también lo es que ninguna de ellas parece justificar esa avalancha de nominaciones, a todos los premios de la temporada que le han estado cayendo encima: los diálogos son vivaces, divertidos, pero carentes de profundidad; los personajes  son sólidos e irritantes (¿a quién le puede caer del todo bien ese rey gritón, consentido y egocéntrico?), pero su complejidad es apenas esbozada; el contexto histórico parece solo servir de excusa para exaltar el honorable papel que cumplió Inglaterra durante la Segunda Guerra, pero deja de lado las inquietantes posiciones que tuvieron en su momento los protagonistas de esta historia y, por si fuera poco, consigue lo impensable: convertir a Churchill en casi un alter ego del gato de Shrek, un gordito simpaticón (probablemente que lo encarnara el mismo actor que hace de Colagusano en Harry Potter  no ayudó).

discurso

 Ya lo sabemos: tener algún impedimento físico o alguna dificultad notoria no hace la vida fácil a nadie. Lo sabemos también: en muchas oportunidades quien sufre la discapacidad busca alejarse de la actividad que agranda o hace más notoria su limitante. Sin embargo, es imposible escapar de ella. Esa es la historia que cuenta la película inglesa El discurso del rey: el caso del Duque de York, conocido por su tartamudeo al hablar y que enfrentará, gracias a la abdicación al trono de su hermano Eduardo VIII, el reto de convertirse en Jorge VI, rey de Inglaterra. Con una amplia experiencia en televisión, que incluye la realización de varios capítulos de la serie John Adams, el joven cineasta londinense Tom Hooper dirige el drama de este hombre acomplejado que se verá obligado a enfrentar  sus temores para ocupar el lugar que el destino le ha impuesto: recorrerá ese camino, el que va desde ser el voluble y volátil Duque de York hasta ser el valiente Jorge VI, de la mano de un poco convencional especialista del habla, el australiano Lionel Logue.

 El discurso del rey, decíamos, está llena de pequeñas virtudes: la ambientación de época es impecable, las tomas son cuidadas y el ritmo, aunque se frene por instantes, le va muy bien a la hora de acentuar el terrible sufrimiento de ese rey que pelea consigo mismo para poder hablar y  hacer los discursos que su cargo le impone (el título original proporciona  ese doble sentido  gracias a la palabra speech que se refiere tanto al habla como al discurso).

Creo que a todos los espectadores nos gusta que nos digan que sí se puede, sí señor, y que las porristas proclamen por una vez nuestro nombre. Creo también que es grato  pensar, y más aún ver, que alguien  a quien creemos bendecido por un destino, alguien  cuyo mayor mérito ha sido nacer en el seno de una familia específica y que solo eso lo ha puesto en una posición privilegiada a la que nosotros, pobres plebeyos, jamás  llegaremos, él, ese elegido,  llora, su-?fre y, por si fuera poco, se alivia al decir groserías, es mezquino con quienes lo ayudan, temeroso de los demás e indefenso y triste en la intimidad. Ahí, me temo, por encima de cualquier cosa, radica la clave del éxito de esta película. Qué bueno que triunfe al final el protagonista, cómo no,  pero qué increíble que un rey no pudiera leer ni hablar con tranquilidad, qué increíble que todo un rey no fuera capaz de hacer eso que nosotros, pobres plebeyos, hacemos  sin darnos cuenta. ¿No es para estar agradecidos y salir felices del cine?

Publicada originalmente en revista Arcadia N.65

 

Diana Ospina Obando

Diana Ospina Obando

Escribir, leer, ver películas, viajar...¿me faltó algo?