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Entre 1998 y 1999, en Táriba, una pequeña y muy pobre población venezolana, hombres entre 30 y 40 años desaparecieron misteriosamente. El horrífico descubrimiento de una muñeca y un tobillo en las inmediaciones del río y cerca de un improvisado refugio en el que hacía ya un tiempo se habían instalado dos hombres, dispararon las alarmas del pueblo. En los días siguientes fueron numerosas las partes y vestigios humanos que aparecieron y que permitieron determinar que uno de los hombres (él otro también fue asesinado), llamado Dorancel Vargas, no solo mató a los reportados como desaparecidos y a su propio compañero sino que además se comió a sus víctimas. Como si la imagen de su rancho improvisado en los que se encontraron ropas ensangrentadas y ollas en las que aún hervían restos humanos no fuera suficiente no tardó en saberse que hacía unos años Dorancel había sido encarcelado por la misma razón. ¿Cómo explicar que alguien así se encontrará libre, sin ningún tipo de seguimiento, con libertad total de acción?

Considerado el primer asesino serial venezolano la foto de Vargas le dio la vuelta al mundo. Por unos días lectores de diversas partes se horrorizaron mientras intentaban hacer compaginar la imagen de este hombre barbudo, en apariencia dócil, tan parecido a algunos que transitan por la calle, con la de su apodo que toca tomar en sentido literal: “el comegente”.

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Como todo, su historia terminó sepultada bajo otras y el horror dio paso al olvido a pesar de que Dorancel continúa vivo y en una situación completamente inestable.

El periodista Sinar Alvarado ( Valledupar, 1977) decidió desempolvar el caso y lo que encontró no deja de ser impresionante.

A través de una investigación minuciosa que incluyó numerosas visitas, entrevistas y recolección de material Alvarado consigue reconstruir la vida del asesino y, además, la de algunas de sus víctimas. Mientras avanzamos en la lectura vemos que unos y otros tienen en común la pobreza, la falta de oportunidades y el abandono estatal.

Dorancel no es otra cosa que el tercer hijo de una familia unida y trabajadora de escasos recursos que no contará con ningún apoyo cuando este comience a padecer ataques psicóticos que lo irán alejando cada vez más de sus seres queridos. Mal diagnosticado, con poco acompañamiento, Dorancel se convertirá en lo que terminará siendo durante toda su vida: una papa caliente que los unos se pasan a los otros y donde nadie quiere (o puede) responsabilizarse.

Retrato de un caníbal se transforma entonces en una radiografía de la sociedad venezolana, tan cercana a cualquier otra sociedad latinoamericana, en donde las oportunidades laborales son escasas; los vicios están a la vuelta de la esquina para evadir la dura realidad; la cárcel es un lugar de violencia y temibles jerarquías internas donde la redención es imposible y las enfermedades mentales se convierten en un azote del que nadie quiere hacerse cargo.

Difícil no estremecerse ante ciertos apartes del libro, sus descripciones minuciosas e informaciones precisas en donde sentimos asombro, indignación e impotencia frente a un relato que deja rápidamente de ser únicamente la historia de un asesino para convertirse en la denuncia del fracaso de una sociedad.

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Diana Ospina Obando

Diana Ospina Obando

Escribir, leer, ver películas, viajar...¿me faltó algo?